domingo, 24 de junio de 2007

LAVANDERA DE LA MUERTE

Igual que las antiguas araucanas
llevé a lavar mi muerte allá en el río.

Despacio la saqué de mi canasta
como quien saca a un niño dormido de su cuna.

En voz baja le dije: " No te asustes.
El agua está muy fría, mas, luego te acostumbras".

Rodilla en tierra y un canto de araucarias en la boca
hundí a mi muerte en las aguas torrentosas de ese río
por el que sus largos ropajes navegaron.

Ella no dijo nada.
Se dejó golpear contra las piedras
sin proferir palabra alguna.

Lavé, golpée, restregué, volví a golpear
su figura macilenta en las orillas.

El río me miró con ojos claros
dejando una pregunta suspendida.

Se llevó por respuesta entre sus aguas
un murmullo como el llanto de las viudas.

Ya por fin terminada mi faena
estrujé la limpia muerte entre mis manos
y la puse a secar entre arrayanes.

A su lado me tendí la tarde entera
conversando sobre asuntos de mujeres
que no puedo repetir en estos versos.

En la puerta de la noche ya golpeaba
el lucero que nos dice: Hasta mañana.

La tomé con cariño y la doblé
y la puse otra vez en mi canasta.

Con las huellas del sol en nuestros huesos
caminamos en silencio hasta la ruca
donde ella me acostó sobre la tierra
cubriéndome con su traje olor a río.

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